Hacía más de una hora que habían pasado lo que conocían como la “Y de las arepas” una ramificación del camino marcada por una pequeña tienda donde vendían algo más parecido a panes con queso en forma de disco, que a la típica arepa boyacense, sin embargo, ese punto era una referencia pues hasta allí, el camino, que había iniciado en el municipio de Duitama, estaba pavimentado.
Debajo de la carpa que recubría el techo del Abir, entraba un frío agudo y exasperante que lentamente agotó las charlas entre compañeros, convirtiéndolas en un silencio introspectivo.
Por la mente de Rosero circulaba una fecha, el 10 de marzo de 2010, cuando una emboscada en un campo minado le dejó heridas de esquirlas y a su compañero, que operaba una ametralladora calibre .50, lo dejó ciego y sin un brazo, ante esa escena descarnada por un momento pensó en volver a su natal Nariño y dedicarse a algo menos riesgoso,e el camuflado ya era parte de su piel y lo llenaba de honor, así que la brújula nuevamente señaló el norte: servir a la patria.
Su mente iba, fugazmente, de los recuerdos a la realidad, conectándose con el paisaje circundante, con la curiosidad que le producía aquel paraje desconocido, en el que hace rato había dejado de ver casas, estaba en medio de la nada agarrado de su fusil y de las barandas laterales.
Luego de tres horas, el vehículo finalmente se detuvo y se le ordenó descender; ante la protesta de las piernas entumecidas hubo un paso vacilante y luego a formar: “atención, fir…, alínie ar, vista al fren, cubrir”…estaba en la Base Militar Peñas Negras del Grupo de Caballería Silva Plazas del Ejército Nacional, ubicada en el Santuario Guanentá Alto Rio Fonce, que se extiende por el municipio de Duitama en Boyacá y los municipios de Encino, Charalá y Gambita, en Santander.
Desde la guardia se extendía un camino rústico que culminaba en la cima del cerro, donde estaban las garitas de vigilancia y los alojamientos, la trocha, al parecer breve, empezó a dejar sin aliento a Rosero, que padecía un ahogo solo explicado por la altura de 4.010 metros sobre el nivel del mar.
Mientras tanto, otro gallo cantaría para el Cabo Segundo Jorge Mota, quien esperaba en la “Y de las arepas”, era el medio día y él, recién llegado del calor de Arauca, ya divisaba a los 11 soldados regulares que descendían del páramo y que serían sus guías.
Inició el ascenso acompañado de una lluvia copiosa y viento con granizo, todo un tormento para Mota, quien llevaba el equipo de frío en su morral, pero no lo usó pues era el único cambio de ropa que tenía. Cinco horas duró la travesía y ochos días más la sensación de tener los pies emparamados.
Tres suboficiales y treinta soldados regulares permanecían en la base, hasta su relevo, cada dos o tres meses. En el día realizaban patrullajes, que variaban en duración y ruta, de acuerdo a las condiciones climáticas, que pasaban de 12℃ a -3℃ en un abrir y cerrar de ojos.
Su misión era proteger las torres que garantizan la comunicación del Ejército Nacional, evitar que el Santuario se convirtiera en una ruta fácil para actos delictivos y preservar el medio ambiente a través de un vivero en el que, junto a Parques Nacionales Naturales De Colombia, se dedicaban a la siembra y propagación de frailejones.
En esta base, perdida en la inmensidad del páramo, a veces la fantasía se mezclaba con la realidad. Así lo sintió el Cabo Tercero Mota un día cualquiera, eran las seis de la tarde, oscurecía y él caminaba al lado de las torres cuando tres rayos impactaron una antena, el suboficial tenía literalmente su “tabla de salvación” bajo los pies, un piso de madera que evitó que los trescientos millones de voltios de las descargas eléctricas lo alcanzaran. Al instante, las piedras empezaron a tomar un color verdoso y las redes eléctricas parecían luces de navidad, recorridas por pequeños conatos de fuego que quemaron desde la ducha eléctrica hasta los celulares que estaban cargando, al final, todo quedó en una pavorosa oscuridad que duró cuatro días.
Sin energía eléctrica, el baño diario se volvió un mal necesario, el agua helada producía un dolor de cabeza resistente a parches y pastillas, pero no era impedimento para seguir con la misión, con la motivación adicional de darse de vez en cuando gustos culinarios como “sancocho trifásico” o chivo asado.
En aquellas comilonas se reunían a intercambiar historias, la mayoría de ellas sobre eventos paranormales, algunos decían que escuchaban voces en las garitas o que sentían presencias.
El Cabo Tercero Miguel Rosero escuchaba con atención, pero incrédulo se mofaba de lo que consideraba jugarretas de la imaginación, en cambio, para el Cabo Segundo Jorge Mota eran más que eso, él mismo dejaba de contar muchas situaciones a sus soldados para no generar miedos innecesarios, aunque en medio de la noche le habían abierto la puerta de su habitación dos veces y en otra ocasión el televisor se había encendido solo.
Espíritus o no, la noche planteaba desafíos para estos valientes, el frío aumentaba y había que hacerle frente con estufas eléctricas bajo la cama o licras térmicas.
La llamativa situación de esta base encerraba además una paradoja, a pesar de estar en medio de una fábrica viva de agua, como es el páramo, el líquido vital escaseaba, este era llevado cada veinte días por cuatro carrotanques desde Duitama. Que se acabara el agua potable y el abastecimiento no fuera inmediato, significaba tener que bajar a la laguna más cercana, a dos kilómetros, unas dos horas de caminata, que se duplicaban en el regreso, al tener el peso del líquido sobre sus espaldas.
A pesar de los aprietos, Rosero y Mota consideraban su estancia en “Peñas Negras” una experiencias maravillosa, difícilmente apreciable para un civil, que por cuestiones de seguridad no podría acercarse a la base para ver, desde el ángulo del cerro, el paisaje incomparable de un ecosistema que ellos mismos ayudaban a conservar.
Ya de regreso al Grupo de Caballería Silva Plazas, Mota se sentía satisfecho por la labor cumplida y por haber dejado, en la roca más alta de la base, enarbolada la bandera de Colombia, que su pareja había confeccionado y le había enviado desde Sogamoso, como símbolo de su misión: hacer patria desafiando hasta el clima.
Fuente: Catalina Rivera
Periodista Informativo Insignia